Últimamente, en redes sociales, se han viralizado videos de adultos disfrazados de Grinch que irrumpen de forma violenta en reuniones familiares, asustando a niños, arrebatándoles juguetes y generando escenas de llanto y terror. Mientras los adultos ríen a carcajadas, los más pequeños quedan atrapados en una experiencia de angustia que, lejos de ser un juego inocente, plantea preguntas profundas sobre la relación entre la infancia y el entretenimiento adulto.
Para los niños, especialmente en edades tempranas, el mundo debería ser un lugar seguro donde puedan construir confianza en los demás. Sin embargo, estas “bromas” destruyen ese espacio protector. Los videos muestran escenas impactantes: niños jugando tranquilamente en sus casas hasta que un adulto disfrazado de Grinch entra de manera abrupta, persiguiéndolos, arrebatándoles juguetes y dejando a los pequeños en un estado de desamparo absoluto. Ahora imagina esto al revés: que alguien entre en tu hogar, te persiga, te quite tus cosas y nadie te ayude. ¿Cómo te sentirías?
Este fenómeno no es nuevo. La humanidad tiene un largo historial de asustar a los niños bajo la excusa de la disciplina o la diversión. Desde el Krampus en Europa —un demonio que castiga a los niños desobedientes— hasta disfraces aterradores usados en rituales y tradiciones, estas prácticas reflejan una dinámica desigual entre adultos y niños, donde los primeros imponen sus reglas sin considerar el impacto emocional en los pequeños.
Los niños no eligen ser parte de estas experiencias; se les coloca en un escenario de miedo que naturaliza un trato irrespetuoso hacia sus emociones. Mientras algunas familias se preocupan por evitar que sus hijos jueguen videojuegos violentos, no encuentran problema en realizar estas “bromas” que, paradójicamente, pueden ser igual de perjudiciales para su desarrollo emocional.
El miedo puede ser una herramienta de poder, pero también un espacio para el juego cuando es seguro y contenido. Contar cuentos adaptados para niños, explorar historias aterradoras diseñadas para su edad o incluso enfrentarse a pequeñas aventuras supervisadas son formas saludables de que los niños procesen estas emociones. Lo que no es saludable es usar su vulnerabilidad como un espectáculo para divertirnos.
Estas acciones no solo dejan huellas de miedo y traición en los niños, sino que también nos confrontan con nuestras propias sombras como adultos. ¿Por qué recurrimos al humor cruel? ¿Qué nos dice esto sobre nuestra relación con la infancia y, tal vez, con nuestras propias experiencias no resueltas?
La autora Ágota Kristóf, en su libro Claus y Lucas, explora cómo las experiencias traumáticas moldean y distorsionan la infancia, transformándola en un reflejo oscuro de la brutalidad adulta. Este espejo también se refleja en nuestras bromas aparentemente inocentes, que perpetúan un ciclo de violencia emocional en el que los más pequeños no deberían estar atrapados.
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